Te agota todo, te agota la situación, te agota el
mundo, te agotas a ti. Te cansas de la realidad, pides y exiges algo más,
porque todo el mundo espera algo más de esto ¿verdad? Seguirnos a nosotros
mismos y creer en el uno al otro. Sentir algo más que el día a día, algo único.
Alejar el ruido. Dejar que el dolor se vaya y que lo demás vuelva, porque ya
todo está hecho, así que corre, corre, corre.
Dejar la bebida y empezar a fumar. Comprar unos
zapatos bonitos y salir más. Mantenernos el uno al otro lejos en las buenas
circunstancias y cerca en las malas, no te quedes conmigo cielo, no te
necesito, puedes irte y nada malo pasará porque yo no pertenezco a nadie, así
que corre, corre, corre.
Me asfixian las palabras y me anulan los minutos de
espera, tan solo algo de silencio. De esos silencios que hablan más que nadie,
de esos que hipnotizan, que te cogen y nunca te sueltan, hasta que un hilo de
voz te rompe, justo a dos mitades no iguales, a dos caras, distintas. Y cuando
te despiertas no eres ni una mitad siquiera.
La sucia decadencia nos invade rápidamente por su
especial belleza y cuando creíamos que teníamos todo, como una bomba, se
destruye ella misma en nosotros y se hace a trozos como nuestros sueños de
niños. Aparecen nuestras dolencias remarcándose en nuestras imperfecciones, llegamos
a mentir, para seguir, seguirnos en la oscuridad y en las sombras de alguna
hoja perdida de algún libro que nunca llegaste abrir.
Y la verdad nos clava como las hojas de un cuchillo
recién afilado, listo para descuartizar nuestro cerebro. Pero no sangramos, nos
mantenemos muertos el uno al otro sin explicación sin entendimiento sin
sentido. No hay nada más triste que no poder expresar lo que sientes al no
entender nada.